Después del tenso incidente en la cocina, Yusuf y Discle encontraron paz en el jardín trasero, donde la suave luz de la luna iluminaba sus conversaciones secretas. Cada noche, cuando todos en la casa ya dormían, Discle salía sigilosamente de su habitación para encontrarse con Yusuf. Se sentaban bajo un viejo árbol, rodeados de rosales en flor cuyo aroma llenaba el aire. “Necesitamos tiempo para que tu madre pueda entenderme”, dijo Yusuf con voz calmada y llena de paciencia. Discle sonrió débilmente; aunque esa sonrisa llevaba consigo cierta preocupación, en su interior albergaba la esperanza de que su amor sincero podría cambiar la opinión de su madre.
Pero ellos no sabían que Sultán ya había descubierto estos encuentros. Desde lejos, ella los observaba en silencio, escondida detrás de las cortinas de la ventana de su dormitorio en el piso superior. Cada noche veía a su hija reír, con una mirada radiante que rara vez había notado desde que Discle había crecido. Al principio, Sultán se llenó de ira por la desobediencia de su hija y reforzó sus dudas sobre Yusuf. Sin embargo, poco a poco, no pudo negar que el cuidado de Yusuf hacia Discle era genuino.
Una noche, cuando Discle regresó a su habitación, Sultán entró con una mirada que mezclaba severidad y una leve ternura. “¿Crees que no me he dado cuenta?”, preguntó con voz firme y autoritaria. Discle bajó la cabeza, pero luego la levantó con una mirada decidida: “Mamá, confío en él. Solo quiero que le des una oportunidad para demostrarlo.” Sultán guardó silencio, sin añadir más palabras, pero en su interior comenzó a reflexionar. Lo que había visto bajo la luz de la luna y la mirada llena de esperanza de su hija la hicieron comprender que hay cosas que no se pueden imponer, y que el amor verdadero podría ser la respuesta a todo.