Kazim, con una sospecha creciente en su interior, había estado observando en silencio cada movimiento de Ferit durante varios días. Aquella noche, cuando Ferit preparaba el equipaje y organizaba el coche para llevar a Suna, Kazim apareció de repente como una tormenta. Su mirada estaba llena de ira y decepción, y su voz retumbó en el silencio: “Ferit, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Estás ayudando a Suna a escapar de mí?”
Ferit, aunque sorprendido, mantuvo la calma y se colocó frente a Suna como un escudo. “Sí, yo hice el plan,” dijo, con una mirada firme y sin titubeos. “Fue idea mía. Suna no sabe nada. Si quiere culpar a alguien, culpe a mí.” Kazim, incrédulo, miró fijamente a Suna, esperando que hablara. Pero Suna solo bajó la cabeza, incapaz de mirar a Ferit o a su padre.
En el corazón de Suna, la culpa crecía como una tormenta. Quería levantarse y admitir que ella también quería irse, que Ferit solo intentaba ayudarla, pero el miedo a la mirada furiosa de su padre la mantenía paralizada. Cuando Ferit asumió toda la responsabilidad, Suna sintió como si su corazón se rompiera. Ferit no merecía cargar con todo el peso solo, pero ella no podía encontrar el valor para defenderlo.
Después de que Kazim se marchó, Ferit se giró hacia Suna con una ligera sonrisa y una mirada llena de comprensión. “No te preocupes, Suna. Estoy bien. Lo importante es que tú no te metas en problemas.” Pero en el interior de Suna, la gratitud y el remordimiento la atormentaban. Ferit había sacrificado demasiado por ella, y sabía que pronto tendría que encontrar la forma de enfrentar sus miedos para no defraudar al hombre que siempre estaba dispuesto a protegerla sin importar las consecuencias.