Una mañana, mientras Fina llegaba a la tienda para empezar su turno, algo extraño llamó su atención. En su casillero, entre los papeles habituales, encontró un sobre sin remitente. Al abrirlo, descubrió una carta de Santiago. El corazón de Fina dio un vuelco al leer las primeras líneas. Él hablaba de cómo estaba convencido de que el destino los había unido y que ella “solo necesitaba tiempo para darse cuenta”. El tono de la carta era insistentemente romántico, pero algo en su interior le dijo que no era solo una expresión de cariño; algo más oscuro y perturbador se escondía entre sus palabras. Fina sintió una mezcla de incomodidad y miedo al leer las últimas frases, donde él aseguraba que la esperaría “pacientemente”.
Desconcertada y asustada, Fina decidió contarle todo a su jefa, buscando consejo y apoyo. Juntas, se dirigieron al área de vigilancia de la tienda, donde revisaron las grabaciones de las cámaras de seguridad. Al principio, solo se veían las imágenes cotidianas, pero al avanzar las grabaciones, se encontraron con una escena que heló la sangre de ambas: Santiago había entrado a escondidas a la tienda antes de que abriera. Se movía con cautela, como si estuviera esperando que nadie lo viera. La evidencia era clara: no solo había invadido su espacio personal, sino que había violado las normas de seguridad de la tienda. Fina sintió una rabia creciente mezclada con un miedo profundo, dándose cuenta de que este comportamiento no era simplemente una falta de juicio, sino una invasión de su privacidad.
Con la mente hecha un torbellino de emociones, Fina tomó una decisión firme. No podía seguir permitiendo que Santiago siguiera cruzando límites. Fue a recursos humanos para reportar formalmente el incidente. Aunque el miedo seguía doliendo en su pecho, también sabía que tenía derecho a sentirse segura en su lugar de trabajo. Estaba decidida a que no se quedara impune lo que él había hecho, y, aunque el proceso sería largo y complicado, estaba dispuesta a luchar por su tranquilidad y bienestar.