Fina regresa a la tienda después de un largo período de ausencia. Su mirada está triste, su rostro fruncido, muy diferente a la joven alegre que solía ser. La pérdida de su querido padre ha dejado una herida profunda en su corazón, lo que la ha hecho más ruda y difícil de acercarse.
Marta, su amiga y compañera de trabajo, hace todo lo posible para consolarla. Marta le trae comida deliciosa, cuenta historias divertidas, pero todo es en vano. El dolor de Fina es tan grande que las palabras de consuelo parecen ser solo sonidos lejanos.
Un día, un cliente habitual entra en la tienda. Al notar el cambio en la actitud de Fina, él decide iniciar una conversación. Durante la charla, menciona casualmente un recuerdo feliz entre Fina y su padre. Al oír esto, Fina no puede evitar las lágrimas. Rompe a llorar desconsoladamente en medio de la tienda, ante la sorpresa de todos.
En ese momento, Fina se da cuenta de que reprimir sus sentimientos solo la hace sufrir más. Comprende que debe enfrentarse al dolor para poder seguir adelante con su vida. Con la ayuda de Marta y sus compañeros, Fina comienza a encontrar un equilibrio.
Mientras tanto, Jesús, después de regresar a la empresa, llevó a Don Pedro a recorrer la fábrica con orgullo. Quería mostrarle a su padre lo que había logrado. Sin embargo, la alegría fue efímera. Surgió una acalorada discusión entre Jesús y Joaquín, un socio de larga data de la empresa.
Joaquín, un hombre directo y pragmático, le dijo sin rodeos a Jesús: “Los viejos tiempos han quedado atrás, Jesús. Tienes que aceptar que esta empresa ya no es tuya como antes.” Las palabras de Joaquín fueron como un balde de agua fría para Jesús. Se sintió herido y enfadado.
Jesús volvió a casa confundido y decepcionado. No podía aceptar la verdad de que su rol en la empresa había cambiado. Antes era el que tomaba las decisiones, pero ahora solo era una parte más del colectivo.