Después de unos días tensos recibiendo al gobernador, Jesús comenzó a sentir como si hubiera una pequeña chispa de esperanza en su relación con Begoña. Notó que su mirada hacia él había cambiado. Ya no era la indiferencia ni el desdén de antes, sino una mirada cercana, como en los primeros días cuando aún se amaban intensamente. Quizás, pensó él, ella comenzaba a verlo de manera diferente, y que los gestos amables de los últimos días habían creado un puente entre los dos.
Con la esperanza de enmendar las cosas, Jesús intentó reconciliarse. Creía que podía reparar la relación, que sus esfuerzos de los últimos días eran suficientes para suavizar el corazón de Begoña. Una noche, decidió darle un cumplido sincero, acompañado de una invitación a brindar para “celebrar” los pequeños cambios en su relación. Sin embargo, la reacción de Begoña fue tan fría como un bloque de hielo. Ella no mostró ningún interés por el gesto de Jesús. Sus palabras, afiladas y contundentes, fueron como una cuchillada directa al corazón de él:
“Basta ya. Todo esto es solo una representación para el gobernador. No te engañes.”
Begoña miró a Jesús directamente a los ojos, pero en su mirada ya no había dolor, solo una determinación inquebrantable. Ya no sentía más el sufrimiento ni la esperanza de un cambio. Todo estaba perdido. La conexión entre ellos estaba completamente rota, y ella había decidido cortar todos los lazos.
“He aprendido a fingir gracias a ti y a tu padre. No te equivoques, no voy a perdonarte,” dijo con frialdad, girando y alejándose sin dar más explicaciones. Sus palabras fueron como una bofetada dolorosa en el orgullo de Jesús, dejándolo atrapado en la amargura y el vacío. Todos sus esfuerzos por sanar la relación parecían haberse desvanecido, y se dio cuenta de que hay heridas en el corazón de las personas que, por mucho que se intente, nunca sanan.
Solo quedó el silencio y la frialdad en la habitación, que antes estaba llena de risas y palabras de amor.