El pequeño de los De la Reina, Andrés, finalmente había dado el gran paso que tanto había esperado: alquiló una casa para él y Begoña. Era un refugio, un lugar donde podían vivir su amor plenamente, lejos de las miradas ajenas. Ambos, emocionados como dos niños, recorrían la casa con una alegría contagiosa. Cada rincón del nuevo hogar se sentía como un sueño hecho realidad. Begoña no podía evitar sonreír mientras imaginaba una vida compartida con Andrés, sin más secretos ni miedos. Finalmente tendrían un espacio solo para ellos.
Mientras recorrían la casa, la emoción dio paso a una conversación más profunda. Andrés, con una mirada que delataba su preocupación, miró a Begoña y, con voz baja, se sinceró: “Tengo miedo de que volvamos a caer en lo mismo. Jesús podría volver a entrometerse en nuestras vidas…” Su rostro reflejaba una vulnerabilidad que pocas veces mostraba, y esa expresión de duda hizo que Begoña se detuviera a escucharlo con atención.
Begoña lo miró fijamente, tomando sus manos con firmeza. “No te preocupes por eso,” dijo con seguridad. “Puede que estemos casados, pero ya no es mi marido. Tú eres el único que importa ahora.” Sus palabras, tan firmes como su amor, calmaron la incertidumbre que había nublado a Andrés. Para sellar sus palabras, Begoña lo besó tiernamente, un beso lleno de promesas y de futuro juntos.
Entre risas y caricias, el tiempo pasó volando. Su amor, libre de miedos y de pasados que ya no les pertenecían, llenó cada rincón de la casa. Los dos, rodeados de la calidez de su nuevo hogar, compartieron un largo beso que selló el comienzo de su vida juntos. Con ese primer paso hacia su futuro, supieron que no había nada ni nadie que pudiera romper lo que habían construido.