Después de la sincera confesión de Begoña, las pesadillas de Julia se volvieron más aterradoras que nunca. La imagen del oscuro bosque, la risa salvaje de Jesús y el miedo absoluto se repetían una y otra vez, haciendo que despertara empapada en sudor frío. Cada noche, Julia era arrastrada de nuevo al infierno, donde los recuerdos dolorosos emergían vívidamente.
A la mañana siguiente, incapaz de soportar la obsesión, Julia bajó apresuradamente al salón, decidida a llamar a la Policía Civil para denunciar a Jesús. En ese momento, su madrastra apareció. Ella vio a Julia sosteniendo el teléfono, con una mirada llena de preocupación y miedo. Con tono suplicante, la madrastra le rogó a Julia que guardara silencio. Repitió las dificultades que la familia estaba enfrentando y aseguró que denunciar a Jesús solo haría las cosas aún peores.
Julia se encontraba en una encrucijada. De un lado, el deseo de esclarecer la verdad, castigar al malhechor y proteger a los demás. Del otro, el afecto familiar, la preocupación por su madrastra y el miedo a las posibles consecuencias. Estaba desgarrada entre dos decisiones difíciles, sin saber en quién confiar ni qué hacer.
Dentro de Julia, la duda sobre su madrastra crecía cada vez más. ¿Realmente era inocente como parecía ser, con su fachada débil? ¿O sabía también sobre los crímenes de Jesús y estaba intentando encubrirlos? Estas preguntas acosaban a Julia, dejándola aún más confundida e intranquila.
La decisión de Julia no solo afectaría su vida, sino también la de su familia y la comunidad. ¿Tendría suficiente valor para enfrentar la verdad y hacer lo que creía que era correcto? ¿O seguiría viviendo en la oscuridad, soportando el dolor y el miedo?