María Fernández no podía apartar la inquietud que le rondaba desde hacía semanas. El padre Samuel, siempre amable y carismático, había comenzado a comportarse de manera que ella no lograba comprender. Pequeños detalles, como su nerviosismo ante ciertas preguntas o su manera evasiva de evitar algunas miradas, encendían en ella una alarma que no podía ignorar. Aunque intentaba mantener la calma frente a sus compañeras, quienes ya notaban su actitud distante, la verdad era que su mente no dejaba de analizar cada una de las acciones del sacerdote.
Una tarde, mientras estaban en el comedor, una de sus amigas le preguntó directamente:
—María, ¿qué te pasa? ¿Por qué estás tan callada últimamente?
María levantó la vista, intentando esbozar una sonrisa que no llegó a convencer a nadie.
—Es solo una corazonada… Nada importante —respondió, aunque en el fondo sabía que esas palabras no eran sinceras. Había algo que no cuadraba en el comportamiento del padre Samuel, y esa intuición la atormentaba.
Esa noche, incapaz de soportar más la incertidumbre, decidió actuar. Se levantó sigilosamente de su cama y, sin hacer ruido, se dirigió al pasillo que conducía al despacho del sacerdote. Desde un rincón oscuro, lo observó mientras él rebuscaba en un cajón con evidente prisa. María contuvo la respiración al notar que Samuel sacaba un pequeño paquete envuelto cuidadosamente, lo examinaba y lo volvía a guardar. Aunque no sabía qué contenía, algo dentro de ella le gritó que estaba más cerca de descubrir la verdad. Mientras regresaba a su habitación, juró no descansar hasta desenmascarar el secreto que el padre Samuel intentaba ocultar.