Jana se dejó caer sobre el borde de su cama, el cansancio del día apoderándose de su cuerpo. La mansión de los Ros, con sus pasillos interminables y decoraciones lujosas, parecía más una prisión que un hogar. Desde que decidió luchar por su lugar en la familia de Manuel, había soportado cada palabra áspera, cada mirada desaprobadora de la señora Ros. Pero aquella jornada había sido particularmente difícil, y por primera vez, Jana sintió que sus fuerzas estaban al límite.
Con un nudo en la garganta, Jana llamó a María, la joven sirvienta que siempre había demostrado una amabilidad sincera hacia ella. “María, ¿podrías quedarte conmigo un rato?” preguntó con voz temblorosa. María, sorprendida por la petición, dudó por un instante. Las normas de la casa eran claras: las sirvientas no podían quedarse en las habitaciones de los invitados después de su horario. Pero al mirar el rostro abatido de Jana, María dejó de lado sus miedos y asintió.
Ambas se sentaron en el pequeño sofá junto a la ventana. Jana, incapaz de contener sus emociones, comenzó a hablar. “¿Crees que vale la pena todo esto, María? Siento que cada día que paso aquí me alejo más de quien soy. La señora Ros… nunca seré suficiente para ella, por mucho que lo intente.” Las palabras salieron como un torrente, llenas de frustración y tristeza.
María escuchó con atención, sus ojos reflejando empatía. “Señorita Jana,” respondió suavemente, “la vida en esta casa no es fácil para nadie, ni siquiera para los que vivimos aquí toda nuestra vida. Pero hay algo en usted que no he visto en los demás: un corazón fuerte y una bondad verdadera. No deje que la frialdad de esta familia apague eso.”
Las palabras de María, simples pero sinceras, envolvieron a Jana como un abrazo en medio de la tormenta. Por un momento, el frío del palacio pareció menos intenso, y el peso en su pecho un poco más ligero. Aquella noche, en la soledad de su habitación, Jana encontró en María algo que ni los muros de la mansión ni las normas rígidas podían quitarle: un refugio en la amistad.