La relación entre el padre Samuel y María Fernández se encontraba al borde del abismo. Habían sido compañeros cercanos en la iglesia, compartiendo confidencias y momentos importantes de sus vidas. Sin embargo, todo cambió cuando María descubrió al sacerdote robando un crucifijo antiguo, una pieza invaluable que pertenecía a la iglesia. La escena, tan inesperada como impactante, sacudió los cimientos de la fe que ella había depositado en él. El padre Samuel, al ver a María, intentó justificarse rápidamente, alegando que el robo tenía una causa mayor, una razón noble que solo él podía comprender. Pero sus palabras fueron vacías para ella.
María no estaba dispuesta a aceptar sus explicaciones. Cada intento de Samuel por suavizar la situación solo aumentaba su desconfianza y frustración. Las confrontaciones entre ellos se volvieron más frecuentes, y mientras Samuel hablaba de su “misión divina”, María se debatía internamente. Sabía que exponerlo públicamente significaría una gran vergüenza para la iglesia y pondría en peligro su reputación, pero por otro lado, no podía permitir que su silencio protegiera a alguien que había quebrantado su promesa, y la confianza que ella había puesto en él.
El miedo de Samuel crecía con cada día que pasaba. Temía que el secreto saliera a la luz, no solo porque pondría en peligro su posición, sino porque sabía que había traicionado el más fundamental de los principios: la confianza de aquellos a quienes debía servir. Mientras tanto, María se encontraba en un cruce de caminos. Cada vez era más difícil guardar silencio, y la verdad, como una espina, se clavaba cada vez más en su corazón. La determinación de revelar lo sucedido se volvía más fuerte, y con ella, el peso de la decisión que alteraría el curso de sus vidas y el de la iglesia a la que ambos servían. La promesa de proteger la imagen de la institución estaba a punto de romperse, pero la promesa de la verdad era cada vez más urgente.