El Duque de Carril llegó con su séquito a la mansión, y la atmósfera se volvió tensa en un instante. Petra, la ama de llaves, con su habitual rigidez, ordenó que Vera fuera la encargada de servir el té. Vera, una joven doncella, palideció al escuchar la orden. Un escalofrío recorrió su espalda. El Duque podría reconocerla, podría descubrir que ella era su hija ilegítima, una verdad que había intentado ocultar durante años.
Desesperada, Vera se acercó a Simona, su confidente y amiga más cercana. Simona, al ver el miedo en sus ojos, pensó rápidamente en una solución.
— “Cubre tu rostro con el velo de la cocinera, di que estás resfriada,” le sugirió en voz baja, casi en un susurro. La idea parecía ser la salvación. Si nadie veía su rostro, tal vez el Duque no podría hacer la conexión.
Vera siguió el consejo de Simona. Con el rostro cubierto por el velo, entró al salón donde el Duque y su séquito ya estaban sentados. A pesar de la máscara de calma que intentó poner, su corazón latía con fuerza en su pecho. Servir el té se volvió una tarea tortuosa, pero todo parecía ir bien. Hasta que, en un momento inesperado, Vera levantó la vista y se encontró con los ojos del Duque.
El Duque la miró fijamente, sus ojos profundos, casi penetrantes, se clavaron en los suyos por unos segundos que parecieron eternos. Vera sintió un nudo en su garganta. ¿La habría reconocido? O quizás, simplemente, estaba leyendo más de lo que debía en esa mirada tan intensa. Sin embargo, no dijo nada. El silencio se rompió cuando el Duque volvió a su conversación, pero el miedo persistió en el aire. Vera no podía evitar preguntarse si aquel momento podría ser el inicio de un juego peligroso de apariencias y secretos, donde las mentiras podrían salir a la luz en cualquier momento.