En una tarde tranquila en La Promesa, Cruz y Petra se encontraron en la intimidad de la biblioteca, rodeadas de los ecos de una mansión que parecía esconder secretos tras cada rincón. Cruz, visiblemente agitada, no pudo seguir guardando lo que había estado dando vueltas en su mente. “Petra, tengo que contarte algo que no puedo sacarme de la cabeza… Durante la fiesta de los Urbizu, creí ver a Leocadia de Figueroa entre los invitados”, confesó, con la voz temblorosa.
Petra, al escuchar el nombre de Leocadia, no pudo evitar una expresión de incredulidad. “Eso es imposible”, replicó de inmediato, sin dudar. Sabía que Leocadia, por razones que solo ella conocía, no podía estar en ese evento. Pero Cruz no parecía convencida. La inquietud la carcomía, y se preguntaba si realmente había visto a la mujer que tanto temía o si su mente le estaba jugando una mala pasada. La duda la mantenía en vilo, y no encontraba consuelo en su propia incertidumbre.
Mientras Cruz se debatía entre la posibilidad de un error o una visión real, Petra luchaba con sus propios temores. La Marquesa había llamado a doña Pía y don Rómulo para una reunión secreta, y Petra no pudo evitar interpretarlo como una amenaza directa a su puesto. Su mente, dominada por la ansiedad, empezaba a pensar que algo grave estaba por ocurrir. En La Promesa, las tensiones aumentaban, y los susurros de sospechas se convertían en una sombra que se cernía sobre todos. Entre los celos de Petra y las dudas de Cruz, la atmósfera en la mansión estaba cargada de desconfianza. Nadie sabía qué giros tomaría la trama que se tejía en la oscuridad, pero todos sentían que algo importante estaba por desvelarse.