Ferit no podía aceptar la verdad de que Pelin lo había dejado. El sentimiento de pérdida y dolor lo invadió, y no podía soportarlo. Decidió hacer algo, hacer que ella cambiara de opinión. Ferit comenzó a rebuscar en el pasado, buscando los recuerdos de lo que habían compartido: fotos, cartas, los regalos que pensó que la harían reconsiderar. Con determinación, los llevó a la casa de Pelin, con la esperanza de que esos recuerdos pudieran convencerla de volver.
Cuando Ferit llegó a la puerta de la casa de Pelin, su corazón latía con fuerza. La puerta se abrió, y ella apareció, ya no era la mujer dependiente que él conocía, sino una Pelin fuerte, segura de sí misma, con una mirada que ya no le pertenecía. Ferit sintió de inmediato el cambio. Pelin lo miró por un momento y luego habló, con una voz tranquila pero firme:
“Ferit, ya tomé mi decisión. No puedo seguir viviendo así. Necesito libertad para encontrarme a mí misma.”
Ferit estaba atónito, sin poder creer lo que escuchaba. Extendió la mano, tratando de decir algo, pero no pudo pronunciar palabra. Los recuerdos que había traído consigo parecían ahora inútiles, porque Pelin se había levantado, había encontrado su propia fuerza.
En ese momento, Seyran apareció, de pie en la puerta trasera, como una guardiana silenciosa de Pelin. La miró a Ferit con una mirada decidida y luego dijo suavemente:
“Ella ha elegido su camino. El amor no puede ser forzado. Necesitas entender eso.”
Ferit miró a Seyran y luego volvió a mirar a Pelin, su corazón parecía destrozado. Pero sabía que, por mucho que intentara, el amor no podía construirse sobre la coacción o la dependencia. Ella había encontrado la fuerza para levantarse, y Ferit entendió que debía dejarla ir, para que ella pudiera buscar su propia felicidad.
Pelin sonrió suavemente, las lágrimas ya no eran de miedo, sino de libertad. No necesitaba decir nada más. Ferit, en lo más profundo, sabía que este era el paso que ella debía dar, y lo único que quedaba era la esperanza de que ella sería feliz.