La música y las risas de la boda aún resonaban en los oídos de Fina y Marta, pero la alegría se había desvanecido como la espuma del mar. Al llegar a casa, una escena desgarradora las esperaba. En el jardín, bajo la luz tenue de la luna, yacía el cuerpo inerte de Isidro, el padre de Fina.
Marta fue la primera en verlo. Su grito desgarrador rompió el silencio de la noche. Fina, sin comprender, corrió hacia su padre, encontrándolo frío y pálido. El corazón se le estrujó en el pecho. Isidro, el hombre que siempre había sido su refugio, su confidente, su roca, se había ido.
Los días que siguieron fueron una borrosa sucesión de dolor y tristeza. Fina, sumida en una profunda pena, se negaba a aceptar la realidad. Recorría la casa buscando alguna señal de su padre, esperando encontrar una nota, una palabra que le diera alguna explicación. Marta, por su parte, intentaba consolar a su amiga, pero sus palabras se quedaban atrapadas en la garganta.
Durante el velorio, amigos y familiares se reunieron para despedirse de Isidro. Cada uno compartía un recuerdo, una anécdota, una muestra de cariño hacia el hombre que tanto habían querido. Fina escuchaba atenta, tratando de encontrar consuelo en las palabras de los demás. Pero nada parecía aliviar su dolor.
En el funeral, mientras el féretro de Isidro descendía a la tierra, Fina sintió como si una parte de ella misma fuera enterrada junto a él. La vida, que antes le parecía tan llena de color y esperanza, ahora se veía gris y monótona.
Pasaron los días, las semanas y los meses, y Fina seguía luchando por superar su pérdida. La casa, que antes estaba llena de vida y alegría, ahora era un lugar silencioso y solitario. Marta, fiel a su amiga, la acompañó en todo momento, ofreciéndole su apoyo incondicional.
Con el tiempo, Fina comenzó a reconstruir su vida. Se involucró en proyectos que le permitían mantener ocupada la mente y el corazón. Recordar a su padre ya no le producía tanto dolor, sino una sensación de paz y gratitud por haberlo tenido en su vida.
Un día, mientras paseaba por el jardín donde había encontrado a su padre, Fina se detuvo frente a un árbol. Era un árbol que Isidro había plantado años atrás, como símbolo de esperanza y de vida. Al tocar su corteza rugosa, Fina sintió una conexión profunda con su padre. En ese momento, comprendió que aunque Isidro ya no estaba físicamente con ella, su amor y su legado vivirían por siempre en su corazón.
La pérdida de Isidro había dejado una marca indeleble en la vida de Fina y Marta. Sin embargo, también les había enseñado la importancia de la familia, la amistad y la esperanza. Y aunque el dolor nunca desaparecería por completo, Fina sabía que con el tiempo, aprendería a vivir con él y a celebrar la vida que había compartido con su amado padre.